Me toca mi turno. Había pensado en contar alguna anécdota de la infancia, algún pequeño trauma no demasiado transcendental o situación íntima embarazosa pero dado mi carácter de matiz reservado y que para los cotilleos del corazón ya tenemos la vida misma, he optado por contar otro tipo de experiencia, en clave lúdica-informativa:
“Cómo conocí a Los Seis Días”
Yo rondaba los veinte años, es decir, acaecía el año 2004, más concretamente agosto de ese mismo año (otra cosa no, pero memoria tengo un rato). Por aquella época yo aún compartía piso con mis padres y mi vida en Barcelona era escasa, aunque no tanto sus noches. Solía frecuentar, a modo precariamente solitario, un bar llamado “Pigalle”. Y digo precariamente porque en realidad no quedaba con nadie pero siempre acababa acompañada. Sólo me dejaba llevar por la curiosidad y la música, dejándome caer en uno de esos rincones mullidos de penumbra con una libreta y un bolígrafo. Aunque lo pareciera, no era una pose. Era la manera de mantenerme sola y tranquila, aprovechando la ebriedad y los juegos de claroscuros surrealistas que se sucedían allí dentro para dejarme llevar por elucubraciones garabateadas en escritura automática. Supongo que de algún modo aún vivía en otra época.
Y fue en una de esas noches sinsentido cuando algo empezó a macerarse sin saberlo. Debían ser las dos y media de la madrugada, lo creo por el estado general de las asiduas y el mío mismo, a saber, bastante perjudicado. La música estaba zumbando a ritmo frenético, ya no quedaba nadie sentado en los sofás – si exceptuamos a aquellas a las que la noche ya les había abandonado– y las voces y caras se entremezclaban en la pista. Yo me desapegué de mi esquina y fui esquivando cuerpos y miradas – que ya empezaban a resultar conocidas - hasta la barra. Como no, estaba atestada. Me hice un hueco y esperé mi turno azaroso para pedir mi copa. De pronto alguien me toco el hombro. Esa noche había alguna conocida por la estancia pero esa cara no me resultaba familiar. Era una chica bajita, con gafas (como yo en esa época), acompañada de un par de amigas, que estaban sentadas al lado de la barra.
- Hola – me dijo sonriente.
- Ehm… hola.- yo estaba algo espesa y no tenía ganas de entablar conversación con desconocidas.
- ¿Qué tal?
- Pues bien, intentado pedir una copa – y realmente es lo único que quería en ese momento.
Ella se me quedó mirando a la cara y soltó:
- ¿Cuántas dioptrías tienes?
- … ¿Perdona? – Esto empezaba a ser un tanto extraño.
- ¿Qué cuántas dioptrías tienes? - dijo señalando a mis ojos amueblados.
- Pues no sé, unas tres y algo. Tengo hipermetropía.
- Ah…
- Bueno, nada que me voy a pedir la copa que se me están colando – y si la conversación iba a desembocar en una disertación sobre las disfunciones visuales más me valía que estuviera bien cargada – encantada, adiós.
- Oye, espera – pensé que si esa era su táctica para seducir iba un tanto desencaminada – te quería comentar una cosa.
- Dime…[A la camarera: - un whisky con red bull]
- Nada, resulta que unas amigas – señaló a las dos chicas que había sentadas detrás suyo- tienen un grupo y tocan este domingo por la tarde aquí. Era por si te apetecía venir, estará muy bien.
- Ah, ok. Gracias, si puedo ya me dejaré caer – Me giré, cogí la copa y me esfumé entre las sombras. Aún creo que murmullaron algo las tres al pasar cerca suyo pero me desentendí por completo.
El tema es que ese domingo, el mismo domingo que aquella extraña chica obsesionada con las dioptrías me indicó que había un concierto, fue el último día con ese nombre. Hacía muy poco me había dejado mi pareja y quedamos para tomar algo. Estábamos por el centro paseando cuando me acordé de la noche pasada en Pigalle. Le expliqué la historia y lo del concierto y al final decidimos pasarnos a ver qué tal.
El bar de la calle Balmes, 90 estaba semivacío. La verdad es que el sitio de tarde y con luz parecía otra cosa. Nos pedimos una cervezas y nos sentamos en el sillón que quedaba más cerca del pequeño escenario que había montado. Encima del mismo había un ampli de bajo, uno de guitarra, sus respectivos instrumentos apoyados, un par de micros y una batería. Ésta última me llamó la atención porque era muy simple, ni siquiera llevaba bombo porque el batería había colocado el pie de éste bajo el goliat y lo usaba como tal. El teclado no cabía en el escenario así que estaba colocado abajo, perpendicular al grupo. Y en el suelo, al lado del micrófono había un saxo dentro de su funda. Y este dato, insignificante para el lector/a, fue bastante clave para lo que pasó después.
Mientras mi acompañante me comentaba alguna cosa me vino a la mente una conversación que había tenido hacía tiempo con alguien de mi pueblo. Me dijo que había una chica que también vivía allí que cantaba muy bien, tocaba la guitarra y también el saxo (eso entendí yo en el momento aunque luego descubrí que esto último no era realmente cierto). Me extrañó porque yo había tocado la guitarra con muchos grupos de ahí, en esa época estaba en dos bandas y conocía a casi todos los músicos de la zona, y más si era una chica porque yo era de las pocas que tocaban. La cosa es que al ver esa funda de saxo sobre el escenario pensé: “¿No será la cantante la chica de la que me hablaron?” Entre tanto el sitio se había llenado y el concierto estaba a punto de empezar, así que dejé la cuestión para más tarde.
Salió al escenario una chica algo tímida y desarreglada, con el pelo lacio por encima de los hombros, unos tejanos anchos y una camiseta. Creo que dijo algo al público. Cogió la guitarra y empezó a cantar unos temas ella sola. Todo quedó en silencio menos ella. Ella acompañada de esa acústica tocada de esa manera tan peculiar. Creo que ya empezamos a conmovernos. Quien me acompañaba y yo no perdíamos detalle y no nos atrevíamos ni a murmurar palabra. Tras unos temas en clave cantautor, salió el resto de la banda. De la parte rítmica se encargaban dos chicos, a la guitarra y al teclado dos chicas. Y con bastante seguridad, pese al sitio y a ser, como luego supe, su primer concierto, empezó a tocar la banda entera.
Me hizo gracia la teclista que marcaba el tempo bastamente con su pie enchancletado y refunfuñaba por el calor – que era insoportable – encarándose al único ventilador de la sala. De ella y los dos chicos se palpaba sus estudios de jazz, por la sutileza y los arreglos. De la guitarrista su viveza e innatismo. La cantante seguía algo introvertida pero nos regalaba toda su imaginería y recovecos de interiorismo a cada frase. El conjunto me gustaba, era una especie de pop naïf con un color mediterráneo, apacible pero cargado de algo como turbio de trasfondo.
Tras temas que luego sabré nombrar como “Soy tan feliz” o “Transición” el concierto finalizó. Se despidieron y la cantante comentó que en la barra se vendían las maquetas del grupo, de Los seis días de la semana (que así se denominaba inicialmente). No cabe decir que fui rápidamente a comprarme una copia. La caja era simple, de cartón pero como de caja con esas rugosidades onduladas – confío en vuestra capacidad imaginativa dada mi incapacidad descriptiva – y el CD era grabado. Sobre su base había escrito en permanente “Los seis días de la semana – Primer intento” y más abajo “Nere” acompañado de su número de teléfono.
Aprovechando que la cantante había bajado y hablaba con algunas personas del público, me acerqué. Aún me preguntaba si sería o no la chica de mi pueblo, además me había parecido alguien sumamente especial y quería conocerla, así que inicié una conversación con ella a ver si sonsacaba algo:
- Hola, me ha encantado vuestro concierto – sí, poco recurrente, seguro que nadie ha formulado esa frase NUNCA hacia un músico tras su actuación.
- Ah, gracias…
- Ehm, nada, te quería comentar… tengo un grupo en mi pueblo, en XXXXXXXX, y montamos conciertos… no sé, si os apetece igual podríamos tocar juntos… uhm..
- ¿Sí? Vaya, yo justo soy de ahí – ¡lo sabía! ¡Era ella! – estaría bien.
- Vale, bueno, pues nos mantenemos en contacto. Tu teléfono es el que está en el CD, ¿no?
- Sí
- Ok, pues nada, hasta luego.
Y nada, nos fuimos, yo cogí el tren hacía casa escuchando su CD todo el camino (sí, en aquella época aún tiraba de discman, por suerte para ese momento). Miraba por la ventana y me imaginaba de qué lugar venían esas canciones, analizaba los matices… y pensé: “¿Sabes Natalia? Quiero tocar con ellos”. Realmente fue así, como las grandes cosas que me han pasado en la vida. Así que sin darle más vueltas le mandé un mensaje a Nere en ese mismo momento, explicándole lo mucho que me gustaba el disco y que si algún día, necesitaban a una guitarrista o lo que fuera, que contaran conmigo. Así fue, unos meses después me llamaron y empecé a tocar casi por primera vez el bajo con Nere, Aina y Cris (la dueña de ese saxo que nunca se tocó en ese concierto).
Luego la vida dio muchas vueltas, pasamos muchas etapas de idas y venidas y también muchos músicos hasta llegar a ser Los seis días, hasta hoy. Pero el hoy ya lo conocéis vosotros.